lunes, 5 de mayo de 2014

La niña y la luna



Fueron mis góticas inclinaciones las que me impulsaron a ir aquella noche al cementerio.
Era un de uno de Noviembre por la noche, y había luna llena. Un precioso y plateado plenilunio. El cielo estaba negro como el azabache, como a mí me gustaba, y reinaba un profundo silencio.
Cuando salté la valla, me invadió una agradable sensación de bienestar y paz espiritual. Avancé. De noche, el cementerio era precioso. Yo sólo lo había visitado de día, cuando era pálido y aburrido. Por eso, verlo tan tétrico y umbrío me hizo sentir bien. 
Paseé la vista por encima de las lápidas: inscripciones borradas por el tiempo, ángeles de piedra de mirada vacía, cruces clavadas en el suelo... y entonces la vi.

Era una chiquilla menuda, con las piernas largas y flacas, aguantándose de puntillas con sus pies descalzos encima de una cruz de mármol. Al principio sólo era una sombra negra y pequeña, pero a medida que me fui acercando, pude distinguirla mejor; pálida, vestida con un antiguo andrajo blanco, con el cabello largo y plateado fluyendo en el viento, miraba la luminiscente cara de la luna llena.
Me acerqué a ella, traté de hablarle, pero no me salían las palabras. Iba tartamudeando, cuando se giró y, con su mirada azulada, me dijo: "la luna está preciosa esta noche". Ante aquella voz soñadora, yo miré el cielo. Realmente la luna era linda como una perla. La miré durante unos instantes. Cuando volví a bajar la vista miré hacia la cruz. Sonreí. Ella había desaparecido.

Extraído de mi blog: Curruca.com

viernes, 11 de abril de 2014

Flores de cerezo


En el Japón feudal un joven samurái llamado Tarō corría por los caminos de la villa. Días atrás se había prometido en matrimonio con una doncella noble a la que no había visto nunca. Como ninguno de los dos quería casarse sin saber como era su cónyuge habían acordado verse cerca del templo, y hacia allí se dirigía él ahora, corriendo para no hacer esperar a su futura esposa. Cuando llegó, miró a su alrededor. Los cerezos en flor lo cubrían todo con sus hermosas flores rosadas, que caían con suavidad de las ramas como una preciosa lluvia que parecía anunciar el nacimiento de algo hermoso. En medio de aquel paisaje, Tarō pudo ver la figura de una mujer hermosa. Vestía un kimono negro con cisnes, que hacía juego con sus largos y finísimos cabellos negros, y contrastaba con su piel tersa y blanca como la nieve. Al verla tan hermosa, envuelta en aquella lluvia de flores de cerezo, el amor del samurái hacia su prometida se acentuó. Era mucho más bonita de lo que había podido imaginar; era como un cisne negro en medio de aquél mar rosado. Deslumbrado por el amor y la admiración, corrió a abrazarla, siendo recibido por los delgados brazos de aquella dama, cubiertos por las enormes mangas de su elegante kimono. Envuelto en aquel cálido y acogedor abrazo tan apasionado, no pudo ni percatarse de cuando los rojísimos labios de ella se acercaron a su cuello y se separaron despacio para dejar ver las puntas de unos colmillos tan afilados como los de un auténtico vampiro. La relajada y enamorada cara de Tarō cambió a una mueca de dolor cuando sintió aquellos colmillos penetrarle el cuello con lentitud. Sintió como su sangre iba saliendo de su cuerpo para entrar en el de la mujer, aunque cuando quiso hacer algo se descubrió inmóbil, sin poder hacer nada. Con cara de pavor y lágrimas en los ojos, sin nunca llegar a entender lo que pasaba, murió en los brazos de aquel monstruo, que se alejó con satisfacción después de haber dado muerte a su presa. 
A lo lejos, una doncella vestida con un bonito kimono rosa buscaba con desesperación a su prometido.