lunes, 5 de diciembre de 2011

el cementerio


Caminaba por el lúgubre cementerio, oscuro, umbrío, sólo alumbrado por la ténue luz de la luna llena, que resplandecía dominando el nublado cielo del crepúsculo cual lucero de plata. Las lápidas en forma de crucifijo cubrían el suelo, perlado por la neblina medio disipada que lo envolvía levemente y, a lo lejos, el ángel de piedra que, con su esbelta figura asexuada y sus enormes y hermosas alas de plumas, dominaba elegantemente la zona, muerta y gélida.
Andube hasta el extremo norte, bajo un álamo con la corteza seca, y miré el cielo. Serena y lastimera mirada surgía de mis soñadores ojos ámbar. Sin saber porqué una brillante lágrima se asomó tímidamente, sin motivo. Todo aquello era tan bello, y a la vez tan triste... y me fui por dónde vine, con un lento paso en aquel suelo de tierra húmeda, caminando sobre las lombrices que seguro que estarían debajo de mis pies, devorando vorazmente la carne descompuesta de toda aquella gente. Todos havían llevado vidas muy distintas; algunos buenos, otros malos, algunos ricos, otros pobres. Pero, al final, todos sufrimos el mismo destino: acabar enterrados en aquel lugar sombrío, olvidados, sirviendo de alimento a aquellos rastreros animales, y con fuegos fatuos surgiendo del interior de nuestros huesos.

Y es que la muerte no hace distinciones.    

lunes, 10 de octubre de 2011

La rosa blanca que quería ser roja

El bosque era sombrío como todos los bosques de cuento y, como en todos, se perdían niñas. En el corazón del bosque había un rosal, y en el corazón de aquel rosal había una rosa blanca como la nieve. La blancura nívea de aquella rosa la hacía destacar en aquel lugar lúgubre y oscuro. Era una dama de nieve en un palacio oscuro. Aquello a ella no le gustaba, en absoluto. Ella quería tener un color más noble, más sensual, que le quitara ese aire de inocencia y pureza que no encajaba nada con la flor prohibida.Rojo. Ése era el color que debía tener. Y ése era el color que conseguiría a cualquier coste.
       De manera que, cuando las madrugadas la llenaban de frescas gotas de rocío que hacían salir de sus pétalos, a los primeros rayos del sol, decenas de abanicos de colores iridiscentes, ella aprendió a guardarse unas cuantas en su corola. De ese modo, pensaba, podría utilizarlas cuando más le conviniese, podría hipnotizar a alguna niña incauta que, cautiva por el espectáculo que ofrecía, se acercase demasiado a ver, a tocar, a oler...y entonces ella actuaría. Hincharía sus espinas de manera exagerada. Las niñas no son cuidadosas, por lo que seguro se pincharían con ellas. La sangre brotaría de sus inocentes dedos, manchando sus pétalos y tiñéndolos así del tan ansiado color.
       Y apareció la primera víctima. Una chiquilla trenzuda de dorados cabellos y vestido turquesa. Se acercó a la flor y se emocionó al verla tan bella y resplandeciente. Pronto la tocaría, así que la rosa se apresuró a hinchar sus espinas, que se convirtieron en mortíferas púas. Pero cuál fue su sorpresa al ver que la niña sacó unas tijeras de plata y le cortó el tallo de golpe. A la pequeña le agradó tanto aquella linda rosa que la tomó para poder regalársela a su madre. Lo último que vio la rosa fue la carita sonriente de aquella criatura que, en un instante, le había arrebatado la vida. Segundos después se llevó su cuerpo inerte, y lo único que quedó allí fué una gota de savia que, tímidamente, resbalaba por el lugar en el que antes había estado tan bella pero maldita criatura, cuyo único deseo era tornarse en lo que no era.