lunes, 5 de diciembre de 2011

el cementerio


Caminaba por el lúgubre cementerio, oscuro, umbrío, sólo alumbrado por la ténue luz de la luna llena, que resplandecía dominando el nublado cielo del crepúsculo cual lucero de plata. Las lápidas en forma de crucifijo cubrían el suelo, perlado por la neblina medio disipada que lo envolvía levemente y, a lo lejos, el ángel de piedra que, con su esbelta figura asexuada y sus enormes y hermosas alas de plumas, dominaba elegantemente la zona, muerta y gélida.
Andube hasta el extremo norte, bajo un álamo con la corteza seca, y miré el cielo. Serena y lastimera mirada surgía de mis soñadores ojos ámbar. Sin saber porqué una brillante lágrima se asomó tímidamente, sin motivo. Todo aquello era tan bello, y a la vez tan triste... y me fui por dónde vine, con un lento paso en aquel suelo de tierra húmeda, caminando sobre las lombrices que seguro que estarían debajo de mis pies, devorando vorazmente la carne descompuesta de toda aquella gente. Todos havían llevado vidas muy distintas; algunos buenos, otros malos, algunos ricos, otros pobres. Pero, al final, todos sufrimos el mismo destino: acabar enterrados en aquel lugar sombrío, olvidados, sirviendo de alimento a aquellos rastreros animales, y con fuegos fatuos surgiendo del interior de nuestros huesos.

Y es que la muerte no hace distinciones.    

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